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EDGAR ALLAN POE
BIOGRAFIA

Hijo de unos cómicos ambulantes, nació en Boston en 1809.
Huérfano a los dos años, fue adoptado por un rico
plantador de Richmond, John Allan, y educado en
Norteamérica e Inglaterra. Expulsado de la Universidad
de Virginia por jugador, regresó a Boston y publicó su
primer libro de poemas, Tamerlán. Tras un breve paso
por el ejército, se lanzó a una carrera literaria. Trabajaba
como periodista al tiempo que salían a la luz su poesía
(El Aaraaf y El cuervo y otros poemas), cuentos en
prosa (Narraciones extraordinarias) y novelas como
Las aventuras de Arthur Gordon Pym.
Murió en Baltimore en 1849.

ANNABEL LEE

Muchos, muchos años atrás,
en un reino junto al mar turquí
vivía una doncella a quien quizá conozcáis,
llamada Annabel Lee,
que tenía en la vida un único afán:
amarme y ser amada por mí.

Aunque no éramos más que niños,
en el reino junto al mar turquí,
nos amábamos con un amor tan pleno,
yo y mi Annabel Lee,
que los alados serafines del cielo
lo codiciaban para si.

Fue por esta razón que, tiempo atrás,
en el reino junto al mar turquí
de una nube sopló un viento que heló
a mi hermosa Annabel Lee.
Entonces llegó su patricio tutor
y la separó de mí
para encerrarla en un sepulcro
en el reino junto al mar turquí.

Los ángeles, infelices en el cielo ulterior;
nos envidiaban a ella y a mí,
y fue por eso (como saben todos
en el reino junto al mar turquí)
que de esa nube nocturna un viento sopló
hasta helar a mi Annabel Lee.

Pero era tanto más fuerte nuestro joven amor
que el de toda la gente de allí,
que el de gente mayor y más sabia, ¡oh, sí!
que ni los ángeles del cielo ulterior
ni los demonios bajo el mar turquí
podrán separar mi alma del alma
de la hermosa Annabel Lee.

Pues la luna, al brillar; me invita a soñar
en la hermosa Annabel Lee;
y al salir los luceros veo los ojos certeros
de la hermosa Annabel Lee;
y así paso, tendido a su lado, las noches,
velando a mi amada, mi amor; mi consorte,
en su sepulcro junto al mar turquí,
el mar que ruge por ella y por mi.

SOLO

Desde mi hora más tierna no he sido
como otros fueron, no he percibido
como otros vieron, no pude extraer
del mismo arroyo mi placer,
ni de la misma fuente ha brotado
mi desconsuelo; no he logrado
hacer vibrar mi corazón al mismo tono
y si algo he amado, lo he amado solo.
Entonces, en mi infancia, en el albor
de una vida tormentosa, del crisol
del bien y el mal, de su raíz misma,
surgió el misterio que aún me abisma:
desde el venero o el vado,
desde el rojo acantilado,
desde el sol que me envolvía
en otoño con su pátina bruñida,
desde el rayo electrizante
que me rozó, seco y rasante,
desde el trueno y la tormenta
y la nube cenicienta
que (en el cielo transparente)
formó un demonio en mi mente.

EL CUERVO

Cierta medianoche aciaga, cuando, con la mente cansada,
meditaba sobre varios libracos de sabiduría ancestral
y asentía, adormecido, de pronto se oyó un rasguido,
como si alguien muy suavemente llamara a mi portal.
«Es un visitante -me dije-, que está llamando al portal;
sólo eso y nada más.»

¡Ah, recuerdo tan claramente aquel desolado diciembre!
Cada chispa desfalleciente dejaba un rastro espectral.
Yo esperaba ansioso el alba, pues no había hallado calma
en mis libros, ni consuelo a la pérdida abismal
de aquella a quien los ángeles Leonor podrán llamar
y aquí nadie nombrará.

Cada crujido de las cortinas purpúreas y cetrinas
me embargaba de dañinas dudas y mi sobresalto era tal
que, para calmar mi angustia repetí con voz mustia:

«No es sino un visitante que ha llegado a mi portal;
un tardío visitante esperando en mi portal.
Sólo eso y nada más».

Mas de pronto me animé y sin vacilación hablé:
«Caballero -dije-, o señora, me tendréis que disculpar
pues estaba adormecido cuando oí vuestro rasguido
y tan suave había sido vuestro golpe en mi portal
que dudé de haberlo oído...», y abrí de golpe el portal:
sólo sombras, nada más.

La noche miré de lleno, de temor y dudas pleno,
y soñé sueños que nadie osó soñar jamás;
pero en ese silencio atroz, superior a toda voz,
sólo se oyó la palabra «Leonor», que yo me atreví a susurran..
sí, susurré la palabra «Leonor» y un eco volvióla a nombrar.
Sólo eso y nada mas.

A un que mi alma ardía por dentro regresé a mis aposentos
pero pronto aquel rasguido se escuchó más pertinaz.
«Esta vez quien sea que flama ha llamado a mi ventana;
veré pues de qué se trata, qué misterio habrá detrás.

Si mi corazón se aplaca lo podré desentrañar.
¡Es el viento y nada más!»

Mas cuando abrí la persiana se coló por la ventana,
agitando el plumaje, un cuervo muy solemne y ancestral.
Sin cumplido o miramiento, sin detenerse un momento,
con aire envarado y grave fue a posarse en mi portal,
en un pálido busto de Palas que hay encima del umbral;
fue, posóse y nada más.

Esta negra y torva ave trocó, con su aire grave,
en sonriente extrañeza mi gris solemnidad.
«Ese penacho rapado -le dije-, no te impide ser osado,
viejo cuervo desterrado de la negrura abisal;
¿cuál es tu tétrico nombre en el abismo infernal?»
Dijo el cuervo: «Nunca más».

Que un ave zarrapastrosa tuviera esa voz virtuosa
sorprendióme aunque el sentido fuera tan poco cabal,
pues acordaréis conmigo que pocos habrán tenido
ocasión de ver posado tal pájaro en su portal.
Ni ave ni bestia alguna en la estatua del portal
que se llamara «Nunca más».

Mas el cuervo, altivo, adusto, no pronunció desde el busto,
como si en ello le fuera el alma, ni una sola sílaba más.
No movió una sola pluma ni dijo palabra alguna
hasta que al fin musité: «Vi a otros amigos volar;
por la mañana él también, cual mis anhelos, volará».
Dijo entonces: «Nunca más».

Esta certera respuesta dejó mi alma traspuesta;
«Sin duda -dije-, repite lo que ha podido acopiar
del repertorio olvidado de algún amo desgraciado
que en su caída redujo sus canciones a un refrán;
que pergeñó, acorralado, este lúgubre refrán:
"Nunca, nunca más"».

Como el cuervo aún convertía en sonrisa mi porfía
planté una silla mullida frente al ave y el portal;
y hundido en el terciopelo me afané con recelo
en descubrir que quería la funesta ave ancestral.
Qué pretendía esa torva ave, funesta y ancestral
al repetir: «Nunca más».

Esto, sentado, pensaba, aunque sin decir palabra
al ave que ahora quemaba mi pecho con su mirar;
eso y más cosas pensaba, con la cabeza apoyada
sobre el cojín purpúreo que el candil hacía brillar.
¡Sobre aquel cojín purpúreo que ella gustaba de usar,
y ya no usará nunca más!

Luego el aire se hizo denso, como si ardiera un incienso
mecido por serafines de leve andar musical.
«¡Miserable! -me dije-; ¡Tu Dios estos ángeles dirige
hacia ti con el filtro que a Leonor te hará olvidar!
¡Bebe, bebe el dulce filtro, y a Leonor olvidarás! »
Dijo el Cuervo: «Nunca más».

« ¡Profeta -grité-, ser malvado; profeta eres, diablo alado!
¿Del Tentador enviado o acaso una tempestad
trajo tu torvo plumaje hasta este yermo paraje,
a esta morada espectral? ¡Mas, te imploro, dime ya,
dime, te imploro, si existe algún bálsamo en Galaad!»
Dijo el Cuervo: «Nunca más».

« ¡Profeta -grité-, ser malvado; profeta eres, diablo alado!
Por el Dios que veneramos, por el manto celestial,
dile a este desventurado si en el Edén lejano
a Leonor, ahora entre ángeles, un día podré abrazar;
si a la radiante doncella en el Edén podré abrazar. »
Dijo el Cuervo: «¡Nunca más!».

«¡Diablo alado, no hables más!», dije, dando un paso atrás;
« ¡Que la tromba te devuelva a la negrura abisal!

¡Ni rastro de tu plumaje en recuerdo de tu ultraje
quiero sobre mi portal! ¡Deja en paz mi soledad!
¡Quita el pico de mi pecho y tu sombra del portal!»
Dijo el Cuervo: «Nunca más».

Y el impávido cuervo osado aun sigue, sigue posado,
en el pálido busto de Palas que hay encima del portal;
y su mirada aguileña es la de un demonio que sueña,
cuya sombra el candil en el suelo proyecta fantasmal;
y mi alma, de esa sombra que allí flota fantasmal,
no se alzará... ¡nunca más!

SUEÑOS

¡Ojalá mi joven vida fuera un sueño duradero!
y mi espíritu durmiera hasta que el rayo certero
de una eternidad anunciara el nuevo día.
¡Sí! Aunque el largo sueño fuera de agonía
siempre sería mejor que estar despierto
para quien tuvo, desde el nacimiento
en esta dulce tierra, el corazón
prisionero del caos de la pasión.
Mas si ese sueño persistiera eternamente
como los sueños infantiles en mi mente
solían persistir, si eso ocurriera,
sería ridículo esperar una quimera.
Porque he soñado que el sol resplandecía
en el cielo estival, lleno de luz bravía
y de belleza, y mi corazón he paseado
por climas remotos e inventados,
junto a seres imaginarios, sólo previstos
por mí... ¿Qué más podría haber visto?
Pero una vez, una única vez -y ya no olvidaré
aquel bárbaro momento- un poder o no sé qué
hechizo me ciñó, o fue que el viento helado
sopló de noche y al marchar dejó grabado
en mi espíritu su rastro, o fue la luna
que brilló en mis sueños con especial fortuna
y frialdad, o las estrellas... en cualquier caso
el sueño fue como ese viento: démosle paso.
Yo he sido feliz, pues, aunque el sistema
fuera un sueño. Fui feliz, y adoro el tema:
¡sueños! Tanto por su intenso colorido
como por ese efímero, brumoso parecido
que oponen a lo real, y porque al ojo delirante
ofrecen cosas más bellas y abundantes
del paraíso y del amor -¡y todas nuestras!-
que la esperanza joven en sus mejores muestras.


UN SUEÑO DENTRO DE UN SUEÑO

¡Recibe en la frente este beso!
Y, por librarme de un peso
antes de partir, confieso
que acertaste si creías
que han sido un sueño mis días;
¿Pero es acaso menos grave
que la esperanza se acabe
de noche o a pleno sol,
con o sin una visión?
Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueno.

Frente a la mar rugiente
que castiga esta rompiente
tengo en la palma apretada
granos de arena dorada.
¡Son pocos! Y en un momento
se me escurren y yo siento
surgir en mí este lamento:
¡Oh Dios! ¿Por qué no puedo
retenerlos en mis dedos?
¡Oh Dios! ¡Si yo pudiera
salvar uno de la marea!
¿Hasta nuestro último empeño
es sólo un sueño dentro de un sueño?

A...

Las enramadas donde veo,
en sueños, las más variadas
aves cantoras, son labios y son
tus musicales palabras susurradas.

Tus ojos, entronizados en el cielo,
caen al fin desesperadamente
¡oh Dios!, en mi funérea mente
como luz de estrellas sobre un velo.

Oh, tu corazón... suspiro al despertar
y duermo para soñar hasta que raya el día
en la verdad que el oro jamás podrá comprar
y en las bagatelas que sí podría.

A F.

¡Querida! Entre todas las penas
que jalonan mi senda terrenal
(triste senda sin apenas
una mísera rosa en el brocal),
mi espíritu, soñando cosas buenas
de ti, encontró tranquilidad
y un oasis de edénicas arenas.

Por eso cuando evoco tu recuerdo
veo una isla remota y encantada
en medio de un océano revuelto;
una isla que, a pesar de estar rodeada
por temibles borrascas y por vientos,
luce siempre sonriente y despejada
hasta en los peores momentos.

A F.S.O.

¿Deseas que te amen? No pierdas, pues,
el rumbo de tu corazón.
Sólo aquello que eres has de ser
y aquello que no eres, no.
Así, en el mundo, tu modo sutil,
tu gracia, tu bellísimo ser;
serán objeto de elogio sin fin
y el amor... un sencillo deber.

A M.L.S.

De todos cuantos anhelan tu presencia como la mañana,
de todos cuantos padecen tu ausencia como una noche,
como el destierro inapelable del sol sagrado
allende el firmamento; de todos los dolientes que a cada instante
te bendicen por la esperanza, por la vida, ah, y sobre todo,
por haberles devuelto la fe extraviada, enterrada,
en la verdad, en la virtud, en la raza del hombre...
De todos aquellos que, cuando agonizaban en el lecho impío
de la desesperanza, se han incorporado de pronto
al oírte susurrar con dulzura: «¡Que haya luz!»,
al oírte susurrar esas palabras acentuadas
por el balsámico brillo de tus ojos...
De todos tus numerosos deudores, cuya gratitud
raya la veneración, recuerda, oh, no olvides nunca
a tu devoto más ferviente, al más incondicional,
y piensa que estas líneas vacilantes las habrá escrito él,
ese que ahora, al escribirlas, se emociona pensando
que su espíritu comulga con el espíritu de un ángel.

A ELENA

Te vi una vez, una sola, años atrás;
no diré cuántos, aunque no fueron muchos.
Fue en julio, a medianoche; la luna llena,
elevándose como si fuera tu alma, se abría,
rauda, camino cielo arriba. De su halo,
una sedosa llovizna de luz plateada
caía tibia, soñolienta y quedamente
sobre los rostros vueltos de las mil rosas
de un jardín encantado que la brisa
sólo osaba visitar de puntillas;
caía sobre los rostros vueltos de esas rosas
que, a cambio de la amorosa luz, se desprendían,
en un éxtasis final, de sus almas fragantes;
caía sobre los rostros vueltos de las rosas
que, embelesadas por ti y por la poesía
de tu presencia, morían con una sonrisa.

Toda vestida de blanco, te vi reclinada a medias
sobre un lecho de violetas; la luna, en tanto,
bañaba los rostros vueltos de las rosas y el tuyo,
vuelto también -aunque, ay, con aflicción- hacia ella.
¿Acaso fue el destino (ese destino que a menudo
solemos llamar aflicción) quien, esa medianoche de julio,
me retuvo junto al portal del jardín para que oliera
el incienso que desprendían las rosas? No había eco
de pisada alguna: el mundo odiado dormía; todos
salvo tú y yo. (¡Oh cielos! ¡Oh Dios! Cómo sublevan,
al juntarse, esas dos palabras mi corazón.) Todos
salvo tú y yo. Me detuve... eché una mirada...
y de pronto todas las cosas se esfumaron
(aquél era un jardín encantado, ¿recuerdas?).
El resplandor perlado de la luna se disipó;
los bancos mohosos y los sinuosos senderos,
las flores alegres y los árboles vencidos
cesaron de existir; incluso el aroma de las rosas
sucumbió en brazos del aire adorable. Todo,
todo expiró menos tú, todo salvo tú:
salvo la luz divina de tus ojos,
salvo el alma de tus ojos elevados.
Sólo a ellos vi: para mí fueron el mundo.
Sólo a ellos vi, sólo a ellos durante horas.
Sólo a ellos mientras brilló la luna.
¡Qué historias lastimosas parecían destilar
esas celestiales y cristalinas esferas!
¡Qué oscura congoja! ¡Qué sublime esperanza!
¡Qué mar de orgullo silencioso y sereno!
¡Qué osada ambición! ¡Y qué profunda,
qué insondable capacidad para amar!

Pero al fin la noble Diana se retiró
hacia su lecho occidental de nubarrones;
y tú, un fantasma, te escabulliste también
por la arboleda sepulcral. Sólo tus ojos permanecieron.
No deseaban irse: aún no se han ido. Aquella noche
iluminaron mi solitario regreso a casa y desde entonces
(al contrario que mis esperanzas) no me abandonan.
Siempre me siguen, me han guiado a través del tiempo;
son mis ministros, yo soy su esclavo. Su cometido
es iluminar y dar tibieza; mi deber
es ser salvado por su brillante luz,
purificado por su fuego electrizante,
santificado por su fuego elíseo.
Tus ojos llenan de belleza (que es esperanza) mi alma
y titilan, lejanos, en el firmamento. Son las estrellas
ante las que me hinco en las vigilias solitarias;
mas en la diáfana claridad del día también los veo:
¡son dos dulces luceros del alba que centellean
sin que el sol pueda extinguirlos!