Página Inicio


 

PEDRO SALINAS

 

BIOGRAFIA

Nacido en Madrid en 1891, estudió Derecho y Filosofía y Letras. Fue lector
en la Universidad de París entre 1914 y 1917, año en que se doctoró en
Letras. Fue catedrático de Lengua y Literatura española en las universidades
de Sevilla y Murcia. Después de viajar por toda Europa y el norte
de Africa, trabajó como lector de español en la Universidad de Cambridge.
En 1936, con el estallido de la Guerra Civil, se marchó a Estados Unidos,
donde murió en 1951.
La obra poética de Pedro Salinas consta de nueve libros escritos en
tres etapas: Presagios, Seguro Azar y Fábula y Signo (de 1923 a 1933);
La voz a ti debida, Razón de amor y Largo Lamento (entre 1933 y 1938),
y El Contemplado, Todo más claro y Confianza (en el decenio de 1940).

A esa, a la que yo quiero,
no es a la que se da rindiéndose,
a la que se entrega cayendo,
de fatiga, de peso muerto,
como el agua por ley de lluvia,
hacia abajo, presa segura
de la tumba vaga del suelo.
A esa, a la que yo quiero,
es a la que se entrega venciendo,
venciéndose,
desde su libertad saltando
por el ímpetu de la gana,
de la gana de amor, surtida,
surtidor, o garza volante,
o disparada -la saeta-
sobre su pena victoriosa,
hacia arriba, ganando el cielo.

Perdóname por ir así buscándote,
tan torpemente, dentro
de ti.
Perdóname el dolor, alguna vez.
Es que quiero sacar
de ti tu mejor tú.
Ese que no te viste y que yo veo,
nadador por tu fondo, preciosísimo.
Y cogerlo
y tenerlo yo en alto como tiene
el árbol la luz última
que le ha encontrado al sol.
Y entonces tú
en su busca vendrías, a lo alto.
Pera llegar a él
subida sobre ti, como te quiero,
tocando ya tan sólo a tu pasado
con las puntas rosadas de tus pies,
en tensión todo el cuerpo, ya ascendiendo
de ti a ti misma.
Y que mi amor entonces le conteste
la nueva criatura que tú eres.

Cuando tú me elegiste
-el amor eligió-
salí del gran anónimo
de todos, de la nada.
Hasta entonces
nunca era yo más alto
que las sierras del mundo.
Nunca bajé más hondo
de las profundidades
máximas señaladas
en las cartas marinas.
Y mi alegría estaba
triste, como lo están
esos relojes chicos,
sin brazo en que ceñirse
y sin cuerda, parados.
Pero al decirme: "tú"
-a mí, sí, a mí, entre todos-,
más alto ya que estrellas
o corales estuve.
Y mi gozo
se echó a rodar, prendido
a tu ser, en tu pulso.
Posesión tú me dabas
de mí, al dárteme tú.
Viví, vivo. ¿Hasta cuándo?
Sé que te volverás
atrás. Cuando te vayas
retornaré a ese sordo
mundo, sin diferencias,
del gramo, de la gota,
en el agua, en el peso.
Uno más seré yo
al tenerte de menos.
Y perderé mi nombre,
mi edad, mis señas, todo
perdido en mí, de mí.
Vuelto al osario inmenso
de los que no se han muerto
y ya no tienen nada 
que morirse en la vida.

Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando los espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con la que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida ­¡qué transporte ya!-, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.

Para vivir no quiero
islas, palacios, torres.
¡Qué alegría más alta:
vivir en los pronombres!

Quítate ya los trajes,
las señas, los retratos;
yo no te quiero así,
disfrazada de otra,
hija siempre de algo.
Te quiero pura, libre,
irreductible: tú.
Sé que cuando te llame
entre todas las gentes
del mundo,
sólo tú serás tú.
Y cuando me preguntes
quién es el que te llama,
el que te quiere suya,
enterraré los nombres,
los rótulos, la historia.
Iré rompiendo todo
lo que encima me echaron
desde antes de nacer.
Y vuelto ya al anónimo
eterno del desnudo,
de la piedra, del mundo,
te diré:
"Yo te quiero, soy yo."

Y súbita, de pronto,
porque sí, la alegría.
Sola, porque ella quiso,
vino. Tan vertical,
tan gracia inesperada,
tan dádiva caída,
que no puedo creer
que sea para mí.
Miro a mi alrededor,
busco. ¿De quién sería?
¿Será de aquella isla
escapada del mapa,
que pasó por mi lado
vestida de muchacha,
con espumas al cuello,
traje verde y un gran
salpicar de aventuras?
¿No se le habrá caído
a un tres, a un nueve, a un cinco
de este agosto que empieza?
¿O es la que vi temblar
detrás de la esperanza,
al fondo de una voz
que me decía: "No"?
Pero no importa, ya.
Conmigo está, me arrastra.
Me arranca del dudar.
Se sonríe, posible;
toma forma de besos,
de brazos, hacia mí;
pone cara de mía.
Me iré, me iré con ella
a amarnos, a vivir
temblando de futuro,
a sentirla de prisa,
segundos, siglos, siempres,
nadas. Y la querré
tanto, que cuando llegue
alguien
-y no se le verá,
no se le han de sentir
los pasos- a pedírmela
(es su dueño, era suya),
ella, cuando la lleven,
dócil, a su destino,
volverá la cabeza
mirándome. Y veré
que ahora sí es mía, ya.

¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!

Lo dejaría todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!

Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
-¡si me llamaras, sí, si me llamaras!-
será desde un milagro,
incognito, sin verlo.
Nunca desde los labios que te beso,
nunca
desde la voz que dice: "No te vayas."

¡Cuánto rato te he mirado
sin mirarte a ti, en la imagen
exacta e inaccesible
que te traiciona el espejo!
"Bésame", dices. Te beso,
y mientras te beso pienso
en los fríos que serán
tus labios en el espejo.
"Toda el alma para ti",
murmuras, pero en el pecho
siento un vacío que sólo
me lo llenará ese alma
que no me das.
El alma que se recata
con disfraz de claridades
en tu forma del espejo.

Cuando te digo: "alta"
no pienso en proporciones, en medidas:
incomparablemente te lo digo.
Alta la luz, el aire, el ave;
alta, tú, de otro modo.

En el nombre de "hermosa"
me descubro, al decírtelo,
una palabra extraña entre los labios.
Resplandeciente visión nueva
que estalla, explosión súbita,
haciendo mil pedazos,
de cristal, humo, mármol,
la palabra "hermosura" de los hombres.

Al decirte a ti: "única",
no es porque no haya otras
rosas junto a las rosas,
olivas muchas en el árbol, no.
Es porque te vi sólo
al verte a ti. Porque te veo ahora
mientras no te me quites del amor.
Porque no te veré ya nunca más
el día que te vayas,
tú.

No te detengas nunca
cuando quieras buscarme.
Si ves muros de agua,
anchos fosos de aire,
setos de piedra o tiempo,
guardia de voces, pasa.
Te espero con un ser
que no espera a los otros:
en donde yo te espero
sólo tú cabes. Nadie
puede encontrarse
allí conmigo sino
el cuerpo que te lleva,
como un milagro, en vilo.
Intacto, inajenable,
un gran espacio blanco,
azul, en mí, no acepta
más que los vuelos tuyos,
los pasos de tus pies;
no se verán en él
otras huellas jamás.
Si alguna vez me miras
como preso encerrado,
detrás de puertas,
entre cosas ajenas,
piensa en las torres altas,
en las trémulas cimas
del árbol, arraigado.
Las almas de las piedras
que abajo están sirviendo
aguardan en la punta
última de la torre.
Y ellos, pájaros, nubes,
no se engañan: dejando
que por abajo pisen
los hombres y los días,
se van arriba,
a la cima del árbol,
al tope de la torre,
seguros de que allí,
en las fronteras últimas
de su ser terrenal
es donde se consuman
los amores alegres,
las solitarias citas
de la carne y las alas.

La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Jamás palabras, abrazos,
me dirán que tú existías,
que me quisiste: jamás.
Me lo dicen hojas blancas,
mapas, augurios, teléfonos;
tú, no.
Y estoy abrazado a ti
sin preguntarte, de miedo
a que no sea verdad
que tú vives y me quieres.
Y estoy abrazado a ti
sin mirar y sin tocarte.
No vaya a ser que descubra
con preguntas, con caricias,
esa soledad inmensa
de quererte sólo yo.

Ayer te besé en los labios.
Te besé en los labios. Densos,
rojos. Fue un beso tan corto
que duró más que un relámpago,
que un milagro, más.
El tiempo
después de dártelo
no lo quise para nada
ya, para nada
lo había querido antes.
Se empezó, se acabó en él.

Hoy estoy besando un beso;
estoy solo con mis labios.
Los pongo
no en tu boca, no, ya no
-¿adónde se me ha escapado?-
Los pongo
en el beso que te di
ayer, en las bocas juntas
del beso que se besaron.
Y dura este beso más
que el silencio, que la luz.
Porque ya no es carne
ni una boca lo que beso,
que se escapa, que me huye.
No.
Te estoy besando más lejos.

Cuando cierras los ojos
tus párpados son aire.
Me arrebatan:
me voy contigo, adentro.

No se ve nada, no
se oye nada. Me sobran
los ojos y los labios,
es este mundo tuyo.
Para sentirte a ti
no sirven
los sentidos de siempre,
usados con los otros.
Hay que esperar los nuevos.
Se anda a tu lado
sordamente, en lo oscuro,
tropezando en acasos,
en vísperas; hundiéndose
hacia arriba
con un gran peso de alas.

Cuando vuelves a abrir
los ojos yo me vuelvo
afuera, ciego ya,
tropezando también,
sin ver, tampoco, aquí.
Sin saber más vivir
ni en el otro, en el tuyo,
ni en este
mundo descolorido
en donde yo vivía.
Inútil, desvalido
entre los dos.
Yendo, viniendo
de uno a otro
cuando tú quieres,
cuando abres, cuando cierras
los párpados, los ojos.

El sueño es una larga
despedida de ti.
¡Qué gran vida contigo,
en pie, alerta en el sueño!
¡Dormir el mundo, el sol,
las hormigas, las horas,
todo, todo dormido,
en el sueño que duermo!
Menos tú, tú la única,
viva, sobrevivida,
en el sueño que sueño.

Pero sí, despedida:
voy a dejarte. Cerca,
la mañana prepara
toda su precisión
de rayos y de risas.
¡Afuera, afuera, ya,
lo soñado, flotante,
marchando sobre el mundo,
sin poderlo pisar
porque no tiene sitio,
desesperadamente!

Te abrazo por vez última:
eso es abrir los ojos.
Ya está. Las verticales
entran a trabajar,
sin un desmayo, en reglas.
Los colores ejercen
sus oficios de azul,
de rosa, verde, todos
a la hora en punto. El mundo
va a funcionar hoy bien:
me ha matado ya el sueño.
Te siento huir, ligera,
de la aurora, exactísima,
hacia arriba, buscando
la que no se ve estrella,
el desorden celeste,
que es sólo donde cabes.
Luego, cuando despierto,
no te conozco, casi,
cuando, a mi lado, tiendes
los brazos hacia mí
diciendo: "¿Qué soñaste?"
Y te contestaría:
"No sé, se me ha olvidado",
si no estuviera ya
tu cuerpo limpio, exacto,
ofreciéndome en labios
el gran error del día.

Tu vives siempre en tus actos. 
Con la punta de tus dedos 
pulsas el mundo, le arrancas 
auroras, triunfos, colores, 
alegrías: es tu música. 
La vida es lo que tu tocas. 
De tus ojos, sólo de ellos, 
sale la luz que te guía 
los pasos. Andas 
por lo que ves. Nada más. 
Y si una duda te hace 
señas a diez mil kilómetros, 
lo dejas todo, te arrojas 
sobre proas, sobre alas, 
estás ya allí; con los besos, 
con los dientes la desgarras: 
Ya no es duda. 
Tú nunca puedes dudar. 
Porque has vuelto los misterios
del revés. Y tus enigmas, 
lo que nunca entenderás, 
son esas cosas tan claras: 
la arena donde te tiendes, 
la marcha de tu reloj
y el tierno cuerpo rosado 
que te encuentras en tu espejo 
cada día al despertar, 
y es el tuyo. Los prodigios
que están descifrados ya. 
Y nunca te equivocaste, 
más que una vez, una noche 
que te encapricho una sombra 
-la única que te ha gustado-. 
Una sombra parecía. 
Y la quisiste abrazar. 
Y era yo. 

Posesión de tu nombre, 
sola que tú permites, 
felicidad, alma sin cuerpo. 
Dentro de mí te llevo 
porque digo tu nombre, 
felicidad, dentro del pecho. 
«Ven»: y tú llegas quedo; 
«vete»: y rápida huyes. 
Tu presencia y tu ausencia 
sombra son una de otra, 
sombras me dan y quitan. 
(¡Y mis brazos abiertos!) 
Pero tu cuerpo nunca, 
pero tus labios nunca, 
felicidad, alma sin cuerpo, sombra pura. 

El alma tenías 
tan clara y abierta, 
que yo nunca pude 
entrarme en tu alma. 
Busqué los atajos 
angostos, los pasos 
altos y difíciles... 
A tu alma se iba 
por caminos anchos. 
Preparé alta escala 
soñaba altos muros 
guardándote el alma- 
pero el alma tuya 
estaba sin guarda 
de tapial ni cerca. 
Te busqué la puerta 
estrecha del alma, 
pero no tenía, 
de franca que era, 
entradas tu alma. 
¿En dónde empezaba? 
¿Acababa, en dónde? 
Me quedé por siempre 
sentado en las vagas 
lindes de tu alma. 

Sin voz, desnuda.
Sin armas. Ni las dulces 
sonrisas, ni las llamas 
rápidas de la ira. 
Sin armas. Ni las dulces 
sonrisas, ni las llamas 
rápidas de la ira. 
Sin armas. Ni las aguas 
de la bondad sin fondo, 
ni la perfidia, corvo pico. 
Nada. Sin armas. Sola. 
Ceñida en tu silencio. 
«Sí» y «no», «mañana» y «cuando» 
quiebran agudas puntas 
de inútiles saetas 
en tu silencio liso 
sin derrota ni gloria. 
¡Cuidado! que te mata 
fría, invencible, eterna- 
eso, lo que te guarda, 
eso, lo que te salva, 
el filo del silencio que tú aguzas.

Navacerrada, abril
Los dos solos. ¡Qué bien 
aquí, en el puerto, altos! 
Vencido verde, triunfo 
de los dos, al venir 
queda un paisaje atrás: 
otro enfrente, esperándonos. 
Parar aquí un minuto. 
- Sus tres banderas blancas
soledad, nieve, altura- 
agita la mañana. 
Se rinde, se me rinde. 
Ya su silencio es mío: 
posesión de un minuto. 
Y de pronto mi mano 
que te oprime, y tú, yo, 
aventura de arranque
eléctrico- rompemos 
el cristal de las doce, 
a correr por un mundo 
de asfalto y selva virgen. 
Alma mía en la tuya 
mecánica; mi fuerza, 
bien medida, la tuya, 
justa: doce caballos. 

TRÁNSITO

Qué princesa final -la última hoja 
de otoño-
¡pasa por en medio, lenta, 
de la ancha calle sola! 
Rubia, desheredada, morganática 
esposa del gorrión. Presentan armas, 
inútiles aceros, ramas secas, 
dobles filas de árboles, la guardia. 
¡Adiós! 
Las encendidas iluminaciones 
urbanas a su muerte paraísos 
eléctricos ofrecen, blancos campos 
Elíseos. ¡Arriba! 
El viento, su destino, ya la sube, 
alma, al cielo. 
Adiós! Invierno, ¡qué anarquía!, Invierno. 
Las dinastías verdes 
cumpliendo trasatlánticos destierros, 
esperan Abril, clarín, restauración segura. 

FAR WEST
¡Qué viento a ocho mil kilómetros! 
¿No ves cómo vuela todo? 
¿No ves los cabellos sueltos 
de Mabel, la caballista 
que entorna los ojos limpios 
ella, viento, contra el viento? 
¿No ves 
la cortina estremecida, 
ese papel revolado 
y la soledad frustrada 
entre ella y tú por el viento? 
Sí, lo veo. 
Y nada más que lo veo. 
Ese viento 
está al otro lado, está 
en una tarde distante 
de tierras que no pisé. 
Agitando está unos ramos 
sin dónde, 
esta besando unos labios 
sin quién. 
No es ya viento, es el retrato 
de un viento que se murió 
sin que yo le conociera, 
y está enterrado en el ancho 
cementerio de los aires 
viejos, de los aires muertos. 
Sí le veo, sin sentirle. 
Está allí, en el mundo suyo, 
viento de cine, ese viento. 

VALLE
En el paisaje tierno 
aquí, quedarse, 
el puente de hierro. 
Cielo azul, verde tierra; 
el puente ¡qué negro! 
Sobre colinas muelles 
voluntad en desmayo, 
amor en vacaciones, 
toda la vida en curvas. 
Pero él marchar, seguir, 
él, solo, puente, recto. 

LA DISTRAIDA
No estás ya aquí. Lo que veo 
de ti, cuerpo, es sombra, engaño. 
El alma tuya se fue 
donde tú te irás mañana. 
Aún esta tarde me ofrece 
falsos rehenes, sonrisas 
vagas, ademanes lentos, 
un amor ya distraído. 
Pero tu intención de ir 
te llevó donde querías 
lejos de aquí, donde estás 
diciéndome: 
aquí estoy contigo, «mira». 
Y me señalas la ausencia. 

¡Qué vacación de espejo por la calle! 
Tendido boca arriba, cara al cielo, 
todo de azogue estremecido y quieto, 
bien atado le llevan. 
Roncas bocinas vanamente urgentes 
apresurar querrían 
su lenta marcha de garzón cautivo. 
¡Pero qué libre aquella tarde, fuera, 
prisionero, escapado! Nadie 
vino a mirarse en él. Él sí que mira 
hoy, por vez primera esos ojos. 
Cimeras ramas, cielos, nubes, vuelos 
de extraviadas nubes, lo que nunca 
entró en su vida, ve. 
Si descansan sus guardas a los lados 
acero, prisa, ruido, 
corren. Él, inmóvil 
en el asfalto, liso estanque 
momentáneo, hondísimo 
abre. Y le surcan 
de alas, de plumas, peces- 
crepusculares golondrinas secas.

AMSTERDAM
Esta noche te cruzan 
verdes, rojas, azules, rapidísimas 
luces extrañas por los ojos. 
¿Será tu alma? 
¿Son luces de tu alma, si te miro? 
Letras son, nombres claros 
al revés, en tus ojos. 
Son nombres: Universum, 
se iluminan, se apagan, con latidos 
de luz de corazón. Universum. 
Miro; ya sé; ya leo: 
Universum cinema, ocho cilindros, 
saldo de blanco junto a las estrellas. 
Te quiero así inocente, toda ajena, 
palpitante 
en lo que está fuera de ti, tus ojos 
proclamando las vívidas 
verdades de colores de la noche. 
Las compraremos todas 
cuando se abran las tiendas, ahora mismo 
Universum cinema-, cuando bese 
las luces de tu alma, sí, las luces, 
anuncios luminosos de la vida 
en la noche, en tus ojos. 

AQUÍ
Me quedaría en todo 
lo que estoy, donde estoy. 
Quieto en el agua quieta; 
de plomo, hundido, sordo 
en el amor sin sol. 
¡Qué ansia de repetirse en esto que está siendo! 
Qué afán de que mañana 
nada más que llenar 
otra vez al tenderte 
ese hueco que deja 
hoy exacto en la arena 
¡tu cuerpo! 
Ni futuro, ni nuevo 
el horizonte. Esto 
apretado y estrecho: 
tela, carne y el mar. 
Nada promete el mundo: 
lo da, lo tengo ya. 
Nunca me iré de ti 
por el viento, en las velas, 
por el alma cantando, 
ni por los trenes, no. 
Si me marcho será 
que estoy 
viviendo contra mí. 

¿Por qué tienes nombre tú, 
día, miércoles? 
¿Por qué tienes nombre tú, 
tiempo, otoño? 
Alegría, pena, siempre 
¿por qué tenéis nombre: amor? 
Si tú no tuvieras nombre, 
yo no sabría qué era 
ni cómo, ni cuándo. Nada. 
¿Sabe el mar cómo se llama, 
que es el mar? ¿Saben los vientos 
sus apellidos, del Sur 
y del Norte, por encima 
del puro soplo que son? 
Si tú no tuvieras nombre, 
todo sería primero, 
inicial, todo inventado 
por mí, 
intacto hasta el beso mío. 
Gozo, amor: delicia lenta 
de gozar, de amar, sin nombre. 
Nombre: ¡qué puñal clavado 
en medio de un pecho cándido 
que sería nuestro siempre 
si no fuese por su nombre! 

Todo dice que sí. 
Sí del cielo, lo azul, 
y sí, lo azul del mar, 
mares, cielos, azules 
con espumas y brisas, 
júbilos monosílabos 
repiten sin parar. 
Un sí contesta sí 
a otro sí. Grandes diálogos 
repetidos se oyen 
por encima del mar 
de mundo a mundo: sí. 
Se leen por el aire 
largos síes, relámpagos 
de plumas de cigüeña, 
tan de nieve que caen, 
copo a copo, cubriendo 
la tierra de un enorme, 
blanco sí. Es el gran día. 
Podemos acercarnos 
hoy a lo que no habla: 
a la peña, al amor, 
al hueso tras la frente: 
son esclavos del sí. 
Es la sola palabra 
que hoy les concede el mundo. 
Alma, pronto, a pedir, 
a aprovechar la máxima 
locura momentánea, 
a pedir esas cosas 
imposibles, pedidas, 
calladas, tantas veces, 
tanto tiempo, y que hoy 
pediremos a gritos. 
Seguros por un día 
hoy, nada más que hoy- 
de que los «no» eran falsos, 
apariencias, retrasos, 
cortezas inocentes. 
Y que estaba detrás, 
despacio, madurándose, 
al compás de esta ansia 
que lo pedía en vano, 
la gran delicia: el sí. 

Amor, amor, catástrofe. 
¡Qué hundimiento del mundo! 
Un gran horror a techos 
quiebra columnas, tiempos; 
los reemplaza por cielos 
intemporales. Andas, ando 
por entre escombros 
de estíos y de inviernos 
derrumbados. Se extinguen 
las normas y los pesos. 
Toda hacia atrás la vida 
se va quitando siglos, 
frenética, de encima 
desteje, galopando, 
su curso, lento antes; 
se desvive de ansia 
de borrarse la historia, 
de no ser más que el puro 
anhelo de empezarse 
otra vez. El futuro 
se llama ayer. Ayer 
oculto, secretísimo 
que se nos olvidó 
y hay que reconquistar 
con la sangre y el alma, 
detrás de aquellos otros 
ayeres conocidos. 
¡Atrás y siempre atrás! 
¡Retrocesos, en vértigo 
por dentro, hacia el mañana! 
¡Qué caiga todo! Ya 
lo siento apenas. Vamos 
a fuerza de besar, 
inventando las ruinas 
del mundo, de la mano 
tú y yo 
por entre el gran fracaso 
de la flor y del orden. 
Y ya siento entre tactos, 
entre abrazos, tu piel 
que me entrega el retorno 
al palpitar primero, 
sin luz, antes del mundo, 
total, sin forma, caos. 

Lo que eres 
me distrae de lo que dices. 
Lanzas palabras veloces 
empavesadas de risas, 
invitándome 
a ir adonde ellas me lleven. 
No te atiendo, no las sigo: 
estoy mirando 
los labios donde nacieron. 
Miras de pronto a los lejos. 
Clavas la mirada allí 
no sé en qué, y se te dispara 
a buscarlo ya tu alma 
afilada, de saeta. 
Yo no miro adonde miras: 
yo te estoy viendo mirar. 
Y cuando deseas algo 
no pienso en lo que tú quieres, 
ni lo envidio: es lo de menos. 
Lo quieres hoy, lo deseas; 
mañana lo olvidarás 
por una querencia nueva. 
No. Te espero más allá 
de los fines y los términos. 
En lo que no ha de pasar 
me quedo, en el puro acto 
de tu deseo queriéndote. 
Y no quiero ya otra cosa 
más que verte a ti querer. 

Los cielos son iguales. 
Azules, grises, negros, 
se repiten encima 
del naranjo o la piedra: 
nos acerca mirarlos. 
Las estrellas suprimen, 
de lejanas que son, 
las distancias del mundo. 
Si queremos juntarnos, 
nunca mires delante: 
todo lleno de abismos, 
de fechas y de leguas. 
Déjate bien flotar 
sobre el mar o la hierba, 
inmóvil, cara al cielo. 
Te sentirás hundir 
despacio, hacia lo alto, 
en la vida del aire. 
Y nos encontraremos 
sobre las diferencias 
invencibles, arenas, 
rocas, años, ya solos, 
nadadores celestes, 
náufragos de los cielos. 

Entre tu verdad más honda 
me pones siempre tus besos. 
La presiento, cerca ya, 
la deseo, no la alcanzo; 
cuando estoy más cerca de ella 
me cierras el paso tú, 
te me ofreces en los labios. 
Y ya no voy más allá. 
Triunfas. Olvido, besando,
tu secreto encastillado. 
Y me truecas el afán 
de seguir más hacia ti, 
en deseo 
de que no me dejes ir 
y me beses. 
Ten cuidado. 
Te vas a vender, así. 
Porque un día el beso tuyo, 
de tan lejos, de tan hondo 
te va a nacer 
que lo que estás escondiendo 
detrás de él 
te salte todo a los labios. 
Y lo que tú me negabas 
alma delgada y esquiva- 
se me entregue, me lo des 
sin querer 
donde querías negármelo. 

No quiero que te vayas 
dolor, última forma 
de amar. Me estoy sintiendo 
vivir cuando me dueles 
no en ti, ni aquí, más lejos: 
en la tierra, en el año 
de donde vienes tú, 
en el amor con ella 
y todo lo que fue. 
En esa realidad 
hundida que se niega 
a sí misma y se empeña 
en que nunca ha existido, 
que sólo fue un pretexto 
mío para vivir. 
Si tú no me quedaras 
dolor, irrefutable, 
yo me lo creería; 
pero me quedas tú. 
Tu verdad me asegura 
que nada fue mentira. 
Y mientras yo te sienta, 
tú me serás, dolor, 
la prueba de otra vida 
en que no me dolías. 
La gran prueba, a lo lejos, 
de que existió, que existe, 
de que me quiso, sí, 
de que aún la estoy queriendo. 

«Mañana». La palabra 
iba suelta, vacante, 
ingrávida, en el aire, 
tan sin alma y sin cuerpo, 
tan sin color ni beso, 
que la dejé pasar 
por mi lado, en mi hoy. 
Pero de pronto tú 
dijiste: «Yo, mañana...» 
Y todo se pobló 
de carne y de banderas. 
Se me precipitaban 
encima las promesas 
de seiscientos colores, 
con vestidos de moda, 
desnudas, pero todas 
cargadas de caricias. 
En trenes o en gacelas 
me llegaban -agudas, 
sones de violines- 
esperanzas delgadas 
de bocas virginales. 
O veloces y grandes 
como buques, de lejos, 
como ballenas 
desde mares distantes, 
inmensas esperanzas 
de un amor sin final. 
¡Mañana! Qué palabra 
toda vibrante, tensa 
de alma y carne rosada, 
cuerda del arco donde 
tú pusiste, agudísima, 
arma de veinte años, 
la flecha más segura 
cuando dijiste: «Yo...» 

Estabas, pero no se te veía 
aquí en la luz terrestre, en nuestra luz 
de todos. 
Tu realidad vivía entre nosotros 
indiscernible y cierta 
como la flor, el monte, el mar, 
cuando a la noche 
son un puro sentir, casi invisible. 
El mediodía terrenal 
esa luz suficiente 
para leer los destinos y los números 
nunca pudo explicarte. 
Tan sólo desde ti venir podía 
tu aclaración total. Te iban buscando 
por tardes grises, por mañanas claras, 
por luz de luna o sol, sin encontrar. 
que a ti sólo se llega por tu luz. 
Y así cuando te ardiste en otra vida, 
en ese llamear tu luz nació, 
la cegadora luz que te rodea 
cuando mis ojos son los que te miran 
esa que tú me diste para verte 
para saber quién éramos tú y yo: 
la luz de dos. 
De dos, porque mis ojos son los únicos 
que saben ver con ella, 
porque 
con ella sólo pueden verte a ti. 
Ni recuerdos nos unen, ni promesas. 
No. Lo que nos enlaza 
es que solo entre dos, únicos dos, 
tú para ser mirada, yo mirándote, 
vivir puede esa luz. Y si te vas 
te esperan, procelosas las auroras 
las lumbres cenitales, los crepúsculos, 
todo ese oscuro mundo que se llama 
no volvernos a ver: 
no volvernos a ver nunca en tu luz. 

¿Fue como beso o llanto? 
¿Nos hallamos 
con las manos, buscándonos 
a tientas, con los gritos, 
clamando, con las bocas 
que el vacío besaban? 
¿Fue un choque de materia 
y materia, combate 
de pecho contra pecho, 
que a fuerza de contactos 
se convirtió en victoria 
gozosa de los dos, 
en prodigioso pacto 
de tu ser con mi ser 
enteros? 
¿O tan sencillo fue, 
tan sin esfuerzo, como 
una luz que se encuentra 
con otra luz, y queda 
iluminado el mundo, 
sin que nada se toque? 
Ninguno lo sabemos. 
Ni el dónde. Aquí en las manos, 
como las cicatrices, 
allí, dentro del alma, 
como un alma del alma, 
pervive el prodigioso 
saber que nos hallamos, 
y que su dónde está 
para siempre cerrado. 
Ha sido tan hermoso 
que no sufre memoria, 
como sufren las fechas 
los nombres o las líneas. 
Nada en ese milagro 
podría ser recuerdo: 
porque el recuerdo es 
la pena de sí mismo, 
el dolor del tamaño 
del tiempo, y todo fue 
eternidad: relámpago. 
Si quieres recordarlo 
no sirve el recordar. 
Sólo vale vivir 
de cara hacia ese dónde, 
queriéndolo, buscándolo. 

Aquí 
en esta orilla blanca 
del lecho donde duermes 
estoy al borde mismo 
de tu sueño. Si diera 
un paso más, caería 
en sus ondas, rompiéndolo 
como un cristal. Me sube 
el calor de tu sueño 
hasta el rostro. Tu hálito 
te mide la andadura 
del soñar: va despacio. 
Un soplo alterno, leve 
me entrega ese tesoro 
exactamente: el ritmo 
de tu vivir soñando. 
Miro. Veo la estofa 
de que está hecho tu sueño. 
La tienes sobre el cuerpo 
como coraza ingrávida. 
Te cerca de respeto. 
A tu virgen te vuelves 
toda entera, desnuda, 
cuando te vas al sueño. 
En la orilla se paran 
las ansias y los besos: 
esperan, ya sin prisa, 
a que abriendo los ojos 
renuncies a tu ser 
invulnerable. Busco 
tu sueño. Con mi alma 
doblada sobre ti 
las miradas recorren, 
traslúcida, tu carne 
y apartan dulcemente 
las señas corporales, 
por ver si hallan detrás 
las formas de tu sueño. 
No lo encuentran. Y entonces 
pienso en tu sueño. Quiero 
descifrarlo. Las cifras 
no sirven, no es secreto. 
Es sueño y no misterio. 
Y de pronto, en el alto 
silencio de la noche, 
un soñar mío empieza 
al borde de tu cuerpo; 
en él el tuyo siento. 
Tú dormida, yo en vela, 
hacíamos lo mismo. 
No había que buscar: 
tu sueño era mi sueño. 

Dame tu libertad. 
No quiero tu fatiga, 
no, ni tus hojas secas, 
tu sueño, ojos cerrados. 
Ven a mí desde ti, 
no desde tu cansancio 
de ti. Quiero sentirla. 
Tu libertad me trae, 
igual que un viento universal, 
un olor de maderas 
remotas de tus muebles, 
una bandada de visiones 
que tú veías 
cuando en el colmo de tu libertad 
cerrabas ya los ojos. 
¡Qué hermosa tú libre y en pie! 
Si tú me das tu libertad me das tus años 
blancos, limpios y agudos como dientes, 
me das el tiempo en que tú la gozabas. 
Quiero sentirla como siente el agua 
del puerto, pensativa, 
en las quillas inmóviles 
el alta mar. La turbulencia sacra. 
Sentirla, 
vuelo parado, 
igual que en sosegado soto 
siente la rama 
donde el ave se posa, 
el ardor de volar, la lucha terca 
contra las dimensiones en azul. 
Descánsala hoy en mí: la gozaré 
con un temblor de hoja en que se paran 
gotas del cielo al suelo. 
La quiero 
para soltarla, solamente. 
No tengo cárcel para ti en mi ser. 
Tu libertad te guarda para mí. 
La soltaré otra vez, y por el cielo, 
por el mar, por el tiempo, 
veré cómo se marcha hacia su sino. 
Si su sino soy yo, te está esperando. 

Hoy son las manos la memoria. 
El alma no se acuerda, está dolida 
de tanto recordar. Pero en las manos 
queda el recuerdo de lo que han tenido. 
Recuerdo de una piedra 
que hubo junto a un arroyo 
y que cogimos distraídamente 
sin darnos cuenta de nuestra ventura. 
Pero su peso áspero, 
sentir nos hace que por fin cogimos 
el fruto más hermoso de los tiempos. 
A tiempo sabe 
el peso de una piedra entre las manos. 
En una piedra está 
la paciencia del mundo, madurada despacio. 
Incalculable suma 
de días y de noches, sol y agua 
la que costó esta forma torpe y dura 
que acariciar no sabe y acompaña 
tan sólo con su peso, oscuramente. 
Se estuvo siempre quieta, 
sin buscar, encerrada, 
en una voluntad densa y constante 
de no volar como la mariposa, 
de no ser bella, como el lirio, 
para salvar de envidias su pureza. 
¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles 
libélulas se han muerto, allí, a su lado 
por correr tanto hacia la primavera! 
Ella supo esperar sin pedir nada 
más que la eternidad de su ser puro. 
Por renunciar al pétalo, y al vuelo, 
está viva y me enseña 
que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto, 
soltar las falsas alas de la prisa, 
y derrotar así su propia muerte. 
También recuerdan ellas, mis manos, 
haber tenido una cabeza amada entre sus palmas. 
Nada más misterioso en este mundo. 
Los dedos reconocen los cabellos 
lentamente, uno a uno, como hojas 
de calendario: son recuerdos 
de otros tantos, también innumerables 
días felices 
dóciles al amor que los revive. 
Pero al palpar la forma inexorable 
que detrás de la carne nos resiste 
las palmas ya se quedan ciegas. 
No son caricias, no, lo que repiten 
pasando y repasando sobre el hueso: 
son preguntas sin fin, son infinitas 
angustias hechas tactos ardorosos. 
Y nada les contesta: una sospecha 
de que todo se escapa y se nos huye 
cuando entre nuestras manos lo oprimimos 
nos sube del calor de aquella frente. 
La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta? 
El peso en nuestras manos lo insinúa, 
los dedos se lo creen, 
y quieren convencerse: palpan, palpan. 
Pero una voz oscura tras la frente, 
nuestra frente o la suya?- 
nos dice que el misterio más lejano, 
porque está allí tan cerca, no se toca 
con la carne mortal con que buscamos 
allí, en la punta de los dedos, 
la presencia invisible. 
Teniendo una cabeza así cogida 
nada se sabe, nada 
sino que está el futuro decidiendo 
o nuestra vida o nuestra muerte 
tras esas pobres manos engañadas 
por la hermosura de lo que sostienen. 
Entre unas manos ciegas 
que no pueden saber. Cuya fe única 
está en ser buenas, en hacer caricias 
sin cansarse, por ver si así se ganan 
cuando ya la cabeza amada vuelva 
a vivir otra vez sobre sus hombros, 
y parezca que nada les queda entre las palmas, 
el triunfo de no estar nunca vacías. 

CONFIANZA
Mientras haya 
alguna ventana abierta, 
ojos que vuelven del sueño, 
otra mañana que empieza. 
Mar con olas trajineras 
mientras haya- 
trajinantes de alegrías, 
llevándolas y trayéndolas. 
Lino para la hilandera, 
árboles que se aventuren, 
mientras haya- 
y viento para la vela. 
Jazmín, clavel, azucena, 
donde están, y donde no 
en los nombres que los mientan. 
Mientras haya 
sombras que la sombra niegan, 
pruebas de luz, de que es luz 
todo el mundo, menos ellas. 
Agua como se la quiera 
mientras haya- 
voluble por el arroyo, 
fidelísima en la alberca. 
Tanta fronda en la sauceda, 
tanto pájaro en las ramas 
mientras haya- 
tanto canto en la oropéndola. 
Un mediodía que acepta 
serenamente su sino 
que la tarde le revela. 
Mientras haya 
quien entienda la hoja seca, 
falsa elegía, preludio 
distante a la primavera. 
Colores que a sus ausencias 
mientras haya- 
siguiendo a la luz se marchan 
y siguiéndola regresan. 
Diosas que pasan ligeras 
pero se dejan un alma 
mientras haya- 
señaladas con sus huellas. 
Memoria que le convenza 
a esta tarde que se muere 
de que nunca estará muerta. 
Mientras haya 
trasluces en la tiniebla, 
claridades en secreto, 
noches que lo son apenas. 
Susurros de estrella a estrella 
mientras haya- 
Casiopea que pregunta 
y Cisne que la contesta. 
Tantas palabras que esperan, 
invenciones, clareando 
mientras haya- 
amanecer de poema. 
Mientras haya 
lo que hubo ayer, lo que hay hoy, 
lo que venga. 

Imposible llamarla.
Yo no dormía. Ella
creyó que yo dormía.
Y la deje hacer todo:
ir quitándome
poco a poco la luz
sobre los ojos.
Dominarse los pasos,
el respirar, cambiada
en querencia de sombra
que no estorbara nunca
con el bulto o el ruido.
Y marcharse despacio,
despacio, con el alma
para dejar detrás
de la puerta, al salir,
un ser que descansara.
Para no despertarme
a mí, que no dormía.
Y no pude llamarla,
sentir que me quería,
quererme, entonces, era
irse con los demás
hablar fuerte, reír,
pero lejos, segura
de que yo no la oiría.
Liberada ya, alegre,
cogiendo mariposas
de espuma, sombras verdes
de olivos, toda llena
del gozo de saberme
en los brazos aquellos
a quienes me entrego
-sin celos, para siempre,
de su ausencia- del sueño
mío , que no dormía.
Imposible llamarla
su gran obra de amor
era dejarme solo.

Suelo. Nada más.
Suelo. Nada menos.
Y que te baste con eso.
Porque en el suelo los pies hincados,
en los pies torso derecho,
en el torso la testa firme,
y allá, al socaire de la frente,
la idea pura y en la idea pura
el mañana, la llave
- mañana - de lo eterno.
Suelo. Ni más ni menos.
Y que te baste con eso.

Agua en la noche, serpiente indecisa,
silbo menor y rumbo ignorado;
¿qué día nieve, qué día mar? Dime.
¿ Qué día nube, eco
de ti y cauce seco?
Dime.
-No lo diré: entre tus labios me tienes,
beso te doy pero no claridades.
Que compasiones nocturnas te basten
y lo demás a las sombras
déjaselo, porque yo he sido hecha
para la sed de los labios que nunca preguntan.

Mis ojos ven en el árbol
el fruto redondo y fresco.
Mis manos se van certeras
a cogerlo. Pero tú,
pero tú, mano de ciego,
¿qué estás haciendo?
La mano da vueltas, vueltas
por el aire; si se posa
sobre cosa material,
huye tras palpo suave
sin llegar nunca a cogerla.
Siempre abierta. Es que no sabe
cerrarse, es que tiene
ambiciones más profundas
que las de los ojos, tiene
ambiciones de esa bola
imperfecta de este mundo,
buen fruto para una mano
de ciego, ambición de luz,
eterna ambición de asir
lo inasidero.
Cuando se cansa de inútiles
devaneos, tristemente,
se va en busca de su hermana
y se entrecruzan las manos
del ciego.
Y sólo así se están quietas,
enclavijadas,
asidas ansia con ansia
y deseo con deseo.
Mano de ciego no es ciega:
una voluntad la manda,
no los ojos de su dueño.

La niña llama a su padre "Tatá, dadá".
La niña llama a su madre "Tatá, dadá".
Al ver las sopas
la niña dijo
"Tatá, dadá".
Igual al ir en el tren,
cuando vio la verde montaña
y el fino mar.
"Todo lo confunde" dijo
su madre. Y era verdad.
Porque cuando yo la oía
decir "Tatá', dadá",
veía la bola del mundo
rodar, rodar,
el mundo todo una bola
y en ella papá, mamá,
el mar, las montañas, todo
hecho una bola confusa;
el mundo "Tatá, dadá".

Invierno, mundo en blanco.
Mármoles, nieves, plumas,
blancos llueven, erigen
blancura, a blanco juegan.
Ligerísimas,
escurridizas, altas,
las columnas sostienen
techos de nubes blancas.
Bandas
de palomas dudosas
entre blancos, arriba
y abajo, vacilantes
aplazan
la suma de sus alas.
¿Vencer, quién vencerá?
Los copos
inician algaradas.
Sin ruido choques, nieves,
armiños encontrados.
Pero el viento desata
deserciones, huidas.
Y la que vence es
rosa, azul, sol, el alba:
punta de acero, pluma
contra lo blanco, en blanco,
inicial, tú, palabra.

Parecen nubes. Veleras,
voladoras, lino, pluma,
al viento, al mar, a las ondas
- parecen el mar - del viento,
al nido, al puerto, horizontes,
certeras van como nubes.

Parecen rumbos. Taimados
los aires soplan al sesgo,
el sur equivoca el norte,
alas, quillas, trazan rayas,
- aire, nada, espuma, nada -,
sin dondes. Parecen rumbos.

Parece el azar. Flotante
en brisas, olas, caprichos,
¡qué disimulado va,
tan seguro, a la deriva
querenciosa del engaño!
¡Qué desarraigado, ingrávido,
entre voces, entre imanes,
entre orillas, fuera, arriba,
suelto! Parece el azar.

Abrir los ojos. Y ver
 sin falta ni sobra, a colmo
 en la luz clara del día
 perfecto el mundo, completo.
 Secretas medidas rigen
 gracias sueltas, abandonos
 fingidos, la nube aquella,
 el pájaro volador,
 la fuente, el tiemblo del chopo.
 Está bien, mayo, sazón.
 Todo en el fiel. Pero yo...
 Tú, de sobra. A mirar,
 y nada más que a mirar
 la belleza rematada
 que ya no te necesita.

 Cerrar los ojos. Y ver
 incompleto, tembloroso,
 de será o de no será,
 - masas torpes, planos sordos -
 sin luz, sin gracia, sin orden
 un mundo sin acabar,
 necesitado, llamándome
 a mí, o a ti, o a cualquiera
 que ponga lo que le falta,
 que le de la perfección.

 En aquella tarde clara,
 en aquel mundo sin tacha,
 escogí:
  el otro.
 Cerré los ojos.

No, no dejéis cerradas
 las puertas de la noche,
 del viento, del relámpago,
 la de lo nunca visto.
 Que estén abiertas siempre
 ellas, las conocidas.
 Y todas, las incógnitas,
 las que dan
 a los largos caminos
 por trazar, en el aire,
 a las rutas que están
 buscándose su paso
 con voluntad oscura
 y aún no lo han encontrado
 en puntos cardinales.
 Poned señales altas,
 maravillas, luceros;
 que se vea muy bien
 que es aquí, que está todo
 queriendo recibirla.
 Porque puede venir.
 Hoy o mañana, o dentro
 de mil años, o el día
 penúltimo del mundo.

 Y todo
 tiene que estar tan llano
 como la larga espera.

 Aunque sé que es inútil.
 Que es juego mío, todo,
 el esperarla así
 como a soplo o a brisa,
 temiendo que tropiece.
 Porque cuando ella venga
 desatada, implacable,
 para llegar a mí,
 murallas, nombres, tiempos,
 se quebrarían todos,
 deshechos, traspasados
 irresistiblemente
 por el gran vendaval
 de su amor, ya presencia.

Sí, por detrás de las gentes
 te busco.
 No en tu nombre, si lo dicen,
 no en tu imagen, si la pintan.
 Detrás, detrás, más allá.

 Por detrás de ti te busco.
 No en tu espejo, no en tu letra,
 ni en tu alma.
 Detrás, más allá.

 También detrás, más atrás
 de mí te busco. No eres
 lo que yo siento de ti.
 No eres
 lo que me está palpitando
 con sangre mía en las venas,
 sin ser yo.
 Detrás, más allá te busco.

 Por encontrarte, dejar
 de vivir en ti, y en mí,
 y en los otros.
 Vivir ya detrás de todo,
 al otro lado de todo
 -por encontrarte-,
 como si fuese morir.

Ya está la ventana abierta.
 Tenía que ser así
 el día.
 Azul el cielo, si, azul
 indudable, como anoche
 le iban queriendo tus besos.
 Hechiza la luz de viento
 y tensa igual que una vela
 que lleva el día, velero,
 por los mundos a su fin:
 porque anoche tú quisiste
 que tú y yo nos embarcáramos
 en un alba que llegaba.
 Tenía que ser así.
 Y todo, 
 las aves de por el aire,
 las olas de por el mar,
 gozosamente animado:
 con el ánima
 misma que estaba latiendo
 en las olas y los vuelos
 nocturnos del abrazar.
 Si los cielos iluminan
 trasluces de paraíso,
 islas de color de edén,
 es que en las horas sin luz,
 sin suelo, hemos anhelado
 la tierra más inocente
 y jardín para los dos.
 Y el mundo es hoy como es hoy
 porque lo querías tú,
 porque anoche lo quisimos.
 Un día
 es el gran rastro de luz
 que deja el amor detrás
 cuando cruza por la noche,
 sin él eterna, del mundo.
 Es lo que quieren dos seres
 si se quieren hacia un alba.
 Porque un día nunca sale
 de almanaques ni horizontes:
 es la hechura sonrosada,
 la forma viva del ansia
 de dos almas en amor,
 que entre abrazos, a lo largo 
 de la noche, beso a beso,
 se buscan su claridad.
 Al encontrarla amanece,
 ya no es suya, ya es del mundo.
 Y sin saber lo que hicieron,
 los amantes
 echan a andar por su obra,
 que parece un día más.

¿Serás, amor,
 un largo adiós que no se acaba?
 Vivir, desde el principio, es separarse.
 En el primer encuentro
 con la luz, con los labios,
 el corazón percibe la congoja
 de tener que estar ciego y sólo un diía.
 Amor es el retraso milagroso 
 de su término mismo:
 el prolongar el hecho mágico,
 de que uno y uno sean dos, en contra
 de la primer condena de la vida.
 Con los besos,
 con la pena y el pecho se conquistan,
 en afanosas lides, entre gozos
 parecidos a juegos,
 días, tierras, espacios fabulosos,
 a la gran disyunción que está esperando,
 hermana de la muerte, o muerte misma.
 Cada beso perfecto aparta el tiempo,
 le echa hacia atrás, ensancha el mundo breve
 donde puede besarse todavía.
 Ni el llegar, ni en el hallazgo
 tiene el amor su cima:
 es en la resistencia a separarse
 en donde se le siente,
 desnudo, altísimo, temblando.
 Y la separación no es el momento
 cuando brazos, o voces,
 se despiden con señas materiales.
 Es de antes, de después.
 Si se estrechan las manos, si se abraza,
 nunca es para apartarse,
 es porque el alma ciegamente siente
 que la forma posible de estar juntos
 es una despedida larga, clara.
 Y que lo más seguro es el adiós.

¿Como me vas a explicar,
di, la dicha de esta tarde,
si no sabemos por que
fue, ni como, ni de que
ha sido,
si es pura dicha de nada?
En nuestros ojos visiones,
visiones y no miradas,
no percibían tamaños,
datos, colores, distancias.
Palabras sueltas, palabras,
deleite en incoherencias,
no eran ya signo de cosas,
eran voces puras, voces
de su servir olvidadas.
!Como vagaron sin rumbo,
y sin torpeza, caricias!
Largos goces iniciados,
caricias no terminadas,
como si aun no se supiera
en que lugar de los cuerpos el acariciar se acaba,
y anduviéramos buscándolo,
en lento encanto, sin ansia.
Las manos, no eran tocar 
lo que hacían en nosotros,
era descubrir; los tactos,
nuestros cuerpos inventaban,
allí en plena luz, tan claros
como en plena niebla,
en donde solo ellos pueden
ver los cuerpos,
con las ardorosas palmas.
Y de esas nadas se ha ido 
 fabricando, indestructible,
nuestra dicha, nuestro amor, 
nuestra tarde.
Por eso aunque no fue nada,
se que esta noche reclinas
lo mismo que una mejilla
sobre ese blandor de plumas
-almohada que ha sido alas-
tu ser, tu memoria, todo,
y que todo descansa,
sobre una tarde de dos,
que no es nada, nada, nada.