No lo son

A lo largo de mis 3 últimos años de trabajo, he tenido que tomarle las huellas dactilares a miles de personas, de toda clase y condición, desde gente con una alta posición social y económica, hasta vagabundos que no recuerdan cuando se dieron su última ducha, y que hacen frente a las tasas con infinidad de moneditas, fruto de muchas horas de limosna.

Se me han dado casos muy curiosos, graciosos, tristes, muchas anécdotas. Algunas las he contado en mi cuenta de Facebook, y otras se quedarán para siempre en mi memoria. La de hoy faltaba por contar. No porque no fuera destacable, sino por todo lo contrario. Es una de las más conmovedoras, y tenía que pensar como relatarla. Tenía que pensar como tratar de transmitir las sensaciones que viví en aquellos instantes. Ahí van.

Mucha gente, cuando entra por la puerta, ya viene con la preocupación de que le van a tomar las huellas. Nada más sentarse, ya me empiezan a contar que tienen una raja en tal dedo, o si con la escayola que traen no van a poder, e incluso atendí a un chico al que le explotaron varios petardos y traía las manos quemadas en carne viva. A todos, al final, salvo casos de desgaste por la edad, o por trabajar con productos abrasivos, se les acaba cogiendo las huellas.

Un día apareció por la puerta una mujer con su hijo, de unos 5 años. La mujer muy amable, educada y siempre con una sonrisa en los labios, y el niño igual. Además, rubito, con los ojos azules, prototipo de niño angelical. De mayor, iba a tener admiradoras a montones, de eso no cabía ninguna duda.

Y llego el momento de tomarle las huellas. A los niños pequeños les cojo las manos y las tomo yo directamente en el biométrico. Primero la derecha. Dedo índice. El niño siempre con una sonrisa en la cara. Más educado imposible. Todo bien. Ahora le cojo la mano izquierda. Voy a por el índice… y no tenía dedo.

La mujer y su hijo ni se alteraron, ni cambiaron un ápice en sus sonrisas. Todo natural. Ningún problema. Me contagiaron esa serenidad y estado de felicidad que traían, y yo amablemente les indiqué que entonces le iba a tomar las huellas del dedo corazón. Al final, el proceso terminó, y se fueron con esas sonrisas imborrables y dándome las gracias muy educadamente.

Muchas cosas acudieron entonces a mi mente. El sufrimiento que debía haber pasado el niño ante tal mutilación. El tener que vivir sin uno de los dedos principales de la mano… Todo quedo eclipsado por las caras de felicidad y aceptación de esa madre y su hijo. Lo vieron tan natural, que ni siquiera me advirtieron que no tenía dedo.

Esa tarde, la vida me volvió a recordar, que en el mundo podemos encontrar personas que se acomplejan, temen, o engrandecen defectos que sólo lo son cuando ellos les dan importancia, o personas, como aquella madre y su hijo, que los aceptan y los viven como algo natural, sin que tengan por qué llegar a considerarlos defectos… porque no lo son, si para los que viven con ellos, no lo son.

Todos mis teléfonos móviles

En el año 2005 escribí una entrada en este blog, hablando de los teléfonos móviles que había tenido hasta la fecha. Esta entrada es la actualización a 2013.

Todos mis móviles

A lo largo de mi vida he tenido 7 teléfonos móviles. No son muchos, teniendo en cuenta que los suelo apurar bastante, y sacarles bastante partido. Desde 1999 que me compré el primero, salen a uno cada dos años.

(1999) Mi primer móvil fue un Panasonic G520. Guardo muy gratos recuerdos de él, no así de la operadora Telefónica Movistar. Era un móvil sencillo de manejar y que pocas veces fallaba. Incluso tenía vibración. Lo malo es que era muy largo (con antena) y por lo tanto lo llevaba en una funda colgado, ya que era imposible llevarlo en el bolsillo del pantalón.

(2000) El segundo móvil fue un Alcatel One Touch Easy, de la novedosa promoción Dúo de Amena. Mi exnovia y yo compramos un pack de dos teléfonos y así nos salía más barato hablar. El teléfono era bastante malo, fallaba mucho, las teclas con el tiempo dejaban de responder y había que estrujarlas para que funcionaran. La oferta del Dúo fenomenal, muy barata. Cuando me cansé de él, mi madre lo usó una temporada y luego no sé donde acabó.

(2001) Ante la baja calidad del anterior teléfono, mi exnovia me regaló para mi cumpleaños el siguiente, un Nokia 3210. Muy cómodo de manejar y fiable. Como novedad es que al ser más pequeño que los anteriores, podía llevarlo en el bolsillo. Como punto negativo, no tenía vibración.

(2003) El siguiente teléfono fue un Siemens MT50 (modelo que sólo comercializó Amena). Pequeñito, muy cómodo. Lo dejé porque en el mercado estaban apareciendo los nuevos smartphones, con un sistema operativo capaz de instalar aplicaciones.

(2006) Mi primer smartphone, el Nokia 6630. Con el sistema operativo Symbian, se le podían instalar aplicaciones, navegar por Internet, cámara de fotos, etc. Como yo lo quería usar con tarjeta prepago, lo tuve que comprar libre, por lo que me salió caro, aunque luego lo amorticé al no estar sujeto a ningún contrato.

(2009) Seducido por mi primer cacharrito de Apple (un iPod Touch), me decidí sin ninguna duda a comprar un iPhone 3GS, y la verdad es que la experiencia fue de lo más satisfactoria. Tanto, que hoy en día estoy plenamente convencido a seguir comprando móviles de esta marca, por su calidad, diseño, y el hardware y software que integran. Hoy en día este móvil lo usa un hermano.

(2012) Al cabo de 3 años, y con nuevos modelos de móviles de Apple, me decidí a comprar el iPhone 5, con muchísimas más prestaciones que mi anterior móvil, con una cámara de fotos bastante buena, y un diseño espectacular. Actualmente es mi móvil, y espero que me duré por lo menos 3 años, al cabo de los cuales, lo sustituiré casi seguro por otro iPhone futuro.

¿Y vosotros, cuántos habéis tenido?

Triste alegría

Una vez más, al igual que todas las soleadas tardes de aquella anticipada primavera, aceleré mis pasos hacía la zona central del parque contiguo a mi casa, justo cuando acababan de dar las 6.

Un poco de ejercicio y respirar naturaleza eran la alternativa perfecta para mitigar los dolores de cabeza de los últimos días. La realidad era otra. Quería volver a verla. Necesitaba verla. Se había convertido en algo tan necesario como el aire que ahora aspiraba entrecortadamente, presa de la celeridad de mis pasos.

Acababa de cruzar el último grupo de setos, cuando, sentada en uno de los bancos que franqueaban la gran fuente central, mis ojos me regalaron el milagro de volver a verla.

Allí estaba, leyendo un libro, mientras vigilaba de reojo a una rubia niñita que probablemente sería su hija.

Utilicé uno de los bancos cercanos, con la excusa de hacer unos cuantos estiramientos que relajaran mis músculos tras la carrera, pero con la mirada fija en ella. No podía dejar de mirarla. De maravillarme ante cada uno de sus gestos. De sentirme el más feliz de los hombres ante tanta belleza. De rogarle a Dios que aquel momento no acabara nunca.

No recuerdo cuanto tiempo estuve allí, ni cuantas tardes había ido a verla, pero aquella tarde sucedió. Ella me miró. Se fijó en mi existencia. Por primera vez. Intente volver a salir corriendo, pero algo me paralizaba. Ella se levantó, y con una gran sonrisa, se dirigió directa hacia mí. No podía creer lo que estaba sucediendo. Mi cuerpo temblaba como si fuera un adolescente. Sin duda se dirigía hacia mí, aceleradamente, inevitablemente, todo iba a suceder, lo quisiera o no.

Al llegar frente a mí, se abalanzó efusivamente y me rodeó con sus brazos, al tiempo que me regalaba un cálido beso en los labios. Los relojes se detuvieron. Mis barreras cayeron. La besé como si fuera el único beso que podría darle en la vida. Como si toda mi existencia estuviera destinada a aquel instante.

Cuando terminó, se me quedó mirando, con una expresión de infinita ternura, pero que pronto se tornó en preocupación, al contemplar mi rostro estupefacto. Quiso hablarme, pero de su boca apenas pudo brotar sonido alguno, mientras, señalaba con un dedo el bolsillo de mi pantalón deportivo.

Todo ocurrió como si la realidad empezara a desvanecerse en mi mente. Metí una mano en el bolsillo, como el que sabe que su vida está a punto de cambiar para siempre, y comprobé que dentro había una nota escrita con mi letra. Era breve. Comencé a leerla. Cuando terminé, mi mundo se había resquebrajado, al tiempo que una lágrima de triste alegría resbalaba por mi rostro.

Sólo decía: «Es tu mujer, tienes los primeros brotes de Alzheimer».

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Puedes escuchar este cuento en formato audio, narrado por la voz de Trini Megías, en la siguiente dirección:

https://dl.dropboxusercontent.com/u/13364719/tristealegria.mp3

Recuerdo tu risa

Y a veces,
sólo a veces,
indefenso,
por sorpresa,
a mil kilómetros de tu alma,
recuerdo tu risa,
a mi lado,
como en un sueño
que no debo soñar,
que me desarma,
rompe mis barreras,
convirtiendo mi fortaleza
en flaqueza,
anulando voluntades,
paralizándome,
maravillándome,
tu risa
venciendo cualquier obstáculo,
elevándome al cielo,
limpia,
inocente,
sincera,
sin conocer su poder sobre mi,
deteniendo el tiempo
unos segundos,
entremezclando
alegría y pena,
valor y temor,
dándomelo todo,
dejándome desamparado…

A mil kilómetros de tu alma,
recuerdo tu risa…

Seísmo

Te tengo delante.

Tu mirada se pierde ausente en tus pensamientos.

Te miro, y de repente, todo comienza a temblar a mi alrededor.

Me cojo de los brazos de la silla, pero nada se mueve. Sin embargo, no puedo dejar de sentir el terremoto.

No sé cuanto durará. Todo tiembla. Mi alma se resquebraja. Mi voluntad cae y se hace añicos. Mi corazón es un juguete que se precipitó al mar. Tristeza, asombro e ilusión amenazan con aplastarme si no me muevo. No puedo moverme. No sé a dónde ir. No sé a dónde escapar. Estoy paralizado, mientras cada uno de tus parpadeos es una sacudida aún más violenta que la anterior. No sé cuanto rato voy a poder seguir mirándote. Imposible no mirarte. No mirar tus grandes ojos tristes. Imposible no sentirme vivo.

De pronto, giras la cabeza y comienzas a hablar. Todo cesa. Fueron unos segundos. La destrucción es total. Habrá más réplicas. La quietud se hará eterna y desesperante.

Imposible reconstruirlo todo…

Andenes

Tren a casa

Los andenes siempre tienen mil historias que contar según la gente que va o viene, o a dónde vayas o de dónde regreses, o según de quién te despidas si es con un abrazo, o con dos besos que querrían ser abrazo, o si es un hasta luego, o un hasta siempre, o un hasta nunca, o un no soportaré estar sin ti, o un tengo que aguantar para no llorar, o un no me he ido y ya estoy deseando volver, o un no querer coger nunca ese tren que sabes que no tienes más remedio que coger, o tener que empezar de cero, o necesitar escapar, o alejarse para acercarse, o simplemente, coger un tren…